
Veniamos ya de vuelta, tratando de atenuar la sonrisa, de apresurar el paso, de sujetar la costumbre. Veniamos, en definitiva, con al aire resuelto de quienes transigen y aceptan y ocultan, sabedores de todo cuanto nos aguardaba, postergando para mejor ocasión la locura que consume nuestras horas nuevas. En estas nos hallábamos, como náufragos recien salidos de nuestro océano de requiebros y embelecos, recomponiéndonos al pie de un semáforo, cuando apareció ella y nos dejó su zapato. Una suerte de cenicienta teutona, grande y pelirroja, cruzó la calle cariacontecida, a horcajadas sobre su bicicleta. Dejó tras de sí su zapato y un reguero de vergüenza absurda que amenazaba con prender como polvora cuando me ofrecí sin más a recogerlo. Desamparada e inerte sobre aquel paso de cebra, yacía, rojo sobre blanco, una manoletina desconcertada en su recién estrenada unicidad. Deshechó cualquier tentativa de confraternización y simplemente se dejó hacer, ahormándose ahora a mis dedos que se ceñían a su piel color burdeos con el mismo rigor con que lo hiciera ésta, hacía escasos instantes, en torno al tobillo de su dueña. Brotaron risas de compromiso y cierta sombra de arrobamiento que veló su mirada neutra, ligeramente cordial. Desapareció con sus dos zapatos, sorteando charcos sobre su bicicleta de alquiler y dejando tras de sí un principio sin su fin: Una bonita historia definitivamente inconclusa. Efimera por perecedera. Perecedera por previsible.