sábado, marzo 17, 2007

Casi veinte años después

Sigo jugando a ser adulto. No es un juego que se me dé especialmente bien porque nunca se acaba de destacar en aquellas disciplinas para las que no se está llamado ni para las que jamás hemos mostrado la menor inclinación natural, si acaso en algún momento de nuestras vidas. A veces el empeño con que la vida te atrapa se traduce en ese perseverar, en esa nueva vuelta al tablero hastiado que no va a conseguir nada conmigo. Jamás. Con todo, me empeño en rodearme de toda la liturgia adulta que soy capaz de procurarme sin rebasar el límite que menoscaba mi inmadurez indomeñable. Sigo siendo un niño que no entiende, un niño que asiente como un adulto y mira de soslayo a los otros niños; a los que juegan a juegos de niños. Si bien es cierto que me obligo a diario no consigo evitar que la burda impostura de mis ademanes y composiciones adultas caigan en desgracia apenas las levanto con mis manos torpes de niño torpe. A veces ha resultado ser de gran ayuda cierto poso de gravedad que fondea en mis ojos al decir de quienes tuviesen la suficiente (infinita) paciencia como para comprobarlo, pero en realidad, esto no deja de ser puro artificio, efimeras pavesas de melancolia que se retuercen incandescentes tras el estrago de un incendio pasado que no logro recordar.
El azar, sin embargo, ha querido que este viernes, casi veite años después, un grupo de viejos amigos hayan decidido volver a reunirse sin el parapeto de un pupitre de por medio ni el pretexto de unas clases que habían de esclarecer nuestros futuros sombríos e inciertos, ofreciéndome así, sin ellos saberlo, un impagable respiro que me permitiera colgar mis falsas vestiduras de falso adulto.
Hubo una noche, pues, que propició el reencuentro donde se prodigaron risas desacompasadas, bocetos apresurados de vidas falsamente diseñadas, complicidades opacas que el paso de las horas volvió a enlucir con la honestidad de otros tiempos, viejas camaraderías y querencias, y desencuentros tan previsibles ahora como entonces. Hubo todo esto la noche en que constaté mi presente sombrío e incierto en sus ojos y en los mios, los ojos de una treintena de rostros desigualmente ajados por la mansedumbre de la carne para con el tiempo. Pudo haber mucho más, pero nunca lo hubo.



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