domingo, mayo 18, 2008

desajustes

Sacaste el brazo de entre las sábanas sin apartar la mirada, como quien desenvaina un sable por enésima vez para cercenar otros brazos, otras miradas; acercaste tu mano triste y nervuda de invierno de cuento y retiraste de mi frente un mechón de pelo que al parecer te contrariaba, con esa ternura subterránea que se profesan los viejos matrimonios. Yo callaba y seguía mirándote, aguardando la conclusión de aquel gesto tuyo tan ajeno y en cuya ejecución obscena, por infantil, se vislumbrara toda nuestra historia de malos entendidos y abriésemos las puertas de par en par, definitivamente, a esa niña rebelde y obstinada que ya no se nos oculta, que juega sentada en el suelo, en cada rincón de la casa, a todas horas y sin venir a cuento.

Seguíste mirándome unos segundos más como esperando unas palabras que descifraran mi desconcierto. Pero no dije nada. Tu mano se retiró como una criatura anfibia que, herida, buscara cobijo en las profundidades de algún estanque oculto y tus ojos empezaron a perder vida, poco a poco, ancorándose: dos estelas trazando arabescos de tinta bajo el agua hasta confundirse entre las sombras. Te giraste lánguidamente y me ofreciste la espalda para que escribiera en ella todas mis preguntas. Afuera la lluvia arreciaba sin consuelo. Adentro también.

No hay comentarios.: