sábado, julio 04, 2009

En el parque, a las tres

Ella giraba dulcemente, sin prisas, con los brazos levemente alzados y nuestros corazones prendidos entre sus dedos. Las sonrisas cómplices y melifluas de los músicos sucedieron a las miradas de desconcierto que tan pródigamente se manifestaron en los primeros compases. Ella permanecía así, con los ojos cerrados y una sonrisa que solo se intuye perfilada por la muerte en el rostro de algunos difuntos, algunos ahogados acaso, o suicidas a los que nadie acertó a importunar con sus tediosas ansias de vida. Y así, el suyo, entre vuelta y vuelta, se me antojaba un rostro de niña avezado a la tragedía. Esa tragedia que tañe la mansedumbre y los muchos años ya consumidos; años de niña ajada, que corren como la sinrazón de las preguntas que nunca obtendrán respuesta. Ella giraba y giraba y nosotros con ella, huérfanos de toda esa vida que a ella se le escapaba a borbotones fríos y lánguidos como el caliz que vuelca en el altar de una iglesia en ruinas, una ofrenda antigua abandonada a los pies de un Dios que ya no existe.


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