domingo, agosto 21, 2005

Hollidays & coffee


Está claro, ¿no? Aquí andamos dando cuenta de los ocho días de vacaciones que me restan por disfrutar, los últimos de agosto. Frente al ordenador, los cines, mis libros o a un buen café (¡Cielo Santo, mi reino por un buen café!), los días transcurren con la misma inercia indiferente. Me esfuerzo por saborearlos sin prisas, ahora que no las tengo, recogiendo esos pellizcos de eternidad que se esconden tras las cortinas de la rutina y que, intuyo, son la única felicidad que nos es dado conocer en este mundo. El café. No sé por qué, ahora mismo mi vida (esa extraña sucesión de majaderías absurdas que acabarán con mis cenizas en una hurna y esta última...¡Cielos! ¿Quién se hará cargo de esta hurna? tomar nota: reflexionar y blogear sobre el destino de mis cenizas) está atravesando una curiosa fase que se obstina en orbitar en torno a dicho manjar de dioses. Es curioso, ahora que lo pienso nunca me ha gustado el café. Debe ser uno de esos convencionalismos sociales a los que nos aferramos incomprensiblemente y a los que al final acabas por aficionarte, algo así como las reuniones familiares; uno entra en un bar, se acerca a la barra y, casi automáticamente pide un café. Yo creo que en algún lóbulo cerebral se esconde un amasijo de neuronas cuyo cometido es obligarte a decir "un cortao" cuando en realidad sólo pretendes preguntar por el lavabo. Es instintivo, da igual la mierda que te sirvan, tú te lo tomas y en paz. Los matices aparecen luego cuando, por ejemplo, tras un año entero de consumir fregado de platos, un buen día alguien te planta ante los morros un verdadero café. Yo mismo he pasado un año entero consumiendo deyecciones de gaviota con leche natural, cada mañana, durante todo un año. Lo juro. En un restaurante griego que se encuentraa escasos metros del trabajo. Entro, sé que van a ser deyecciones de gaviota, pero las pido y me las tomo. Hay que joderse. El problema, como decía, aparece cuando de los ñordos de gaviota, te pasas a la ambrosía de los cafetales celestiales. Mi último descubrimiento: "Los Frapuchinos". Háganme caso, acérquense al Starbucks coffee más cercano que tengan, pidan un frapuchino con base de café y aroma de vainilla. El tamaño mediano bastará para saciarlos. Si lo aderezan con un pedazo de tarta de queso y fresas bañado en caramelo de fresa es probable que alcancen un orgasmo (¿Cómo coño creen que lo hizo Meg Ryan en la película "Cuando Harry encontró a Sally"), vamos, lo más parecido al cielo que en un establecimiento pueda ofrecerse por un par de euros. Palabrita.

1 comentario:

Bo Peep dijo...

El café (el bueno) es uno de mis mayores placeres. Los dulces también, aunque a esos les tengo puesto el veto, por razones que supongo entenderás. ;)