jueves, abril 19, 2007

A mi flaca de manos frias



"Hay una alegría extraña en saber que aún podemos estar tristes. Significa, entre otras cosas, que no estamos perdidos."

- Mario Benedetti - "Ausencias", de Buzón de tiempo



Hoy has venido a verme. Sé que pensarás que soy un iluso, un romántico sin remedio, pero te hacía bien lejos. Tan lejos creí que estabas, tan ausente, que ya no acertaban mis recuerdos a ponerle cerco a los tuyos. Sonó el timbre un par de veces con estridencias lánguidas que nunca le conocí y apareciste tú; ante mi puerta gris y descreida, aureolada por su desvencijado marco historiado de mil preguntas que, bien lo sé, jamás ibas a formular. Has vuelto a encontrarme a pesar de mis renuncias y mi resuelta convicción de niño resabiado a no franquearte de nuevo la entrada, a no violentar con mis labios el pulso que se trasluce en tus sienes de vainilla fría y desaforada, a no recoger tu abrigo ni a dibujar ese gesto que me desarma y me traduce al lenguaje de tus ojos y en el que mi brazo te acoge plegando cortinas de aire para que tus pasos se pierdan en mis estancias, que ya son tuyas.
Trastabillando te internas en el salón, tímidamente, como si nunca hubieses conocido el escenario de mis tormentas humildes, eludiendo educadamente (acaso postergando) el beso que nunca quiero darte y que siempre te doy. La luz que guardo en mis bolsillos y que me raciono con deliberada usura, es luz de crepúsculo baldío, apenas sí me permite distinguir tu rostro delicado y anguloso; tu melena oscura como lluvia arcana, serena, la frente perlada de tanta incertidumbre como te he dado y esas manos tuyas, siempre tan frías, tan llenas de verdades rotundas que nunca escucho, y que ahora penden desangeladas y blandas, triscando tibias entre las mías. Y todo esto para qué, flaca, tanta búsqueda y desesperanza si aquí me tienes de nuevo, inerme, cansado, confundido, dejándome hacer mientras tiras de ellas y me llevas al sillón que custodia nuestra ventana. Tu ventana. Me sientas. Te siento. Mis ojos cabrillean sobre las nervaduras de cobalto que se adivinan en tu pecho, siempre cubierto de ese níveo papel de biblia que te viste entera. Trato de ganar tiempo antes de fundirme en el azogue de tu mirada que inquiere moralejas que nunca adivino. Así, poco a poco, me iré acostumbrando otra vez a tus caricias, a tus abrazos; ¡que bueno tenerte aquí, flaca!, pienso que adivinas que pienso, meciéndonos los dos una vez más, velándonos el sueño mutuamente.




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