jueves, septiembre 13, 2007

A tu espalda

Él espera verla de pie, en el vagón, cada vez que aparta la mirada del libro que tiene entre las manos. Son párrafos áridos e intransitables que le obligan a coger aire con frecuencia. En un alto cree reconocer el tibio desfiladero de su nuca entre los hombros de una muchacha que espera frente a las puertas a que llegue su estación. El aire es más caliente tamizado por esta fiebre, piensa, y vuelve a sumergirse en esa lectura que no comprende. Es inútil. Apenas media página y ya anda a vueltas con esa angustia que le empuja a levantarse y abrazarse a su espalda y a rogarle que no se gire, que no pronuncie una sola palabra:

¿Qué puede importarte?, tan sólo unos segundos de tu silencio cómplice. Tú no sabes. No puedes saberlo. Cómo podrías. ¿Te bastaría saber que el mundo entero son cenizas en contínua dispersión, minúsculas y etéreas dudas a merced de un temporal que no descansa ni de día ni de noche? ¿Bastaría semejante composición de lugar para que entendieras que sólo abrazado a tu espalda cesa esta fiebre y el suelo deja de temblar, que la bestia calla y cede al sueño en su lecho de hojas muertas, de sangre seca, de frío eterno de ventisquero? Tú no sabes todo esto. Tan sólo aguardas a que estas puertas se abran para seguir con tu vida. Ajena a mi abrazo invisible y al embrujo de esa nuca tuya tallada de un golpe seco y perfecto. No sabrás nada, nunca sabrás nada hasta que te acometan estas fiebres que te aferran a otros cuellos como a maderos que yerran en eterna deriva. Y así no podrás imaginarte siquiera que un abrazo es un círculo que vuelve a cerrarse, una puerta cerrada que pone a resguardo de la tempestad y veda el paso al frío y al gris.
No te giras. Sigue mirándome esa nuca tuya que me ofreces sin querer. La cabeza inclinada. Sumergida en ese mundo que con nadie compartes. Me apuro en guardar el libro y mis notas en la bolsa. Cojo mi cazadora y me levanto antes de que el vagón se detenga y las puertas se abran y tu te diluyas entre el gentío como si fueras de azúcar y el mundo entero una triste infusión. De pronto el tren se queda a oscuras y a nadie parece sorprenderle. Son unos instantes de incertidumbre en que toneladas de metal se arrastran por inercia sumidos en una extraña amalgama de lejanos plañidos metálicos. Estoy frente a tí. Frente al blanco inmaculado del sueño de tu cuello. Has alzado el rostro y la penumbra acude en mi ayuda evitándome el desamparo de saberte extraña. Tu perfil, así, se desdibuja en las sombras y yo sigo prendido de un engaño ténue y maravilloso que me sostiene en tímido suspenso sobre un abismo infinito para el que no tienes ojos.
Un breve parpadeo eléctrico amenaza con estropearlo todo. El rumor de las ropas contra los cuerpos. Los pasos que se precipitan en desacompasada procesión. El oxígeno que no llega y mis dedos aferrados a tu brazo antes siquiera de que entienda lo que sucede..., vas a girarte. Cierro el círculo. En mi bóveda hendida cesa el revuelo de cuervos y tu espalda, que por fin se deja querer, fluye como un viento afable sobre el mascarón de proa de un navío que nadie recuerda. La lluvia amaina arrastrando la fiebre por sumideros secretos que tu me enseñas por vez primera. El suelo ya no tiembla. Ahora tiemblo yo y tiemblas tú, y por alguna extraña razón que nunca entenderemos del todo, ninguno de los dos hace nada por evitarlo.

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