lunes, agosto 14, 2006

El león, Carrie y el armario de su novio.


El espejo sigue dando tumbos por el juzgado y ya me veo dejándolo en la calle para alegría de algún colgao. Hoy ha venido el juez con su chaval. Muy majo, su chaval. Muy negro, el juez. Su bronceado, quiero decir. Uno de esos bronceados que te obliga a pegarte a las paredes para que la peña no haga comparaciones porque sería como comparar una escultura renacentista tallada en ébano con un botero de yeso.
Mientras escribo esto me siento como en la puta jungla, entre rugidos de león que algún tarado está soltando por megafonía. A toda hostia, por cierto. Son las fiestas del pueblo y alguna mente esclarecida ha decidido que lo más original y cool de este año sería cubrir con un toldo a un bicho de cartón piedra rodeado de altavoces que no dejan de emitir rugidos desde hace tres horas. Qué divertido. Yo hubiera preferido contratar a un león de verdad y encerrarlo en un cubil con el mongol que ha tenido la genial idea, y ya de paso colgarle un micro en sus calzoncillos para ver que tal suenan el resto de sus ideas.
Sigo sin noticias de carrie, que imagino estará redescubriendo todas y cada una de las fases del enamoramiento de la mano de su jugador de béisbol favorito. La semana pasada recibí un sms suyo en el que me invitaba a comer uno de estos días para contármelo todo. Con pelos y señales, prometía. Los pelos no son imprescindibles y las señales dejo que me las enseñe sin luces ni taquígrafos siempre que su bateador no ande cerca, que ya he visto su foto y el niño parece desayunar todo lo que su mamá le pone en el plato. Carrie dice que le gusta hablar conmigo, incluso de sus novios, y el caso es que a mí me encanta escuchar todo cuanto me cuenta. Parapetarme tras una cerveza fría, a resguardo de toda la metralla que esconden esos ojos suyos. Verla reír mientras desgrana cientos de anécdotas que yo hago mías. Ver pasar las horas desbocadas. ¡Ay, Dios, no tengo ya edad para jugar al béisbol!

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