jueves, octubre 20, 2005

Amargados


Hay personas que deberían llevar un cartel sobre la cabeza, un rótulo luminoso de grandes proporciones que anunciara su estado de ánimo para que todos supiéramos a qué atenernos. Suelen ser, estos especímenes, egoístas en grado superlativo. Yo lo sé bien porque aunque me esfuerzo por no contrariar al prójimo cuando es mi propio estado de ánimo el que anda contrariado, lo cierto es que no siempre lo consigo; me siento egoísta en esos momentos muy a mi pesar. Deduzco, pues, que el amargado sistemático e inmoderado debe por tanto rebasar cotas de egoismo inusitadas. Nadie tiene la culpa de nuestras desventuras y sin embargo a menudo cargamos contra personas que, no sólo no son las causantes de nuestros males, sino que la mayor parte del día se esfuerzan por hacernos sentir mejor. Elegimos como víctima propiciatoria a la persona de nuestro círculo más íntimo, aquella ante la que no cabe despojarse ya de más velos y descargamos injustamente toda la bilis depositada sobre nosotros, injustamente también. Rubricamos con nuestros actos una doble injusticia, redoblamos la moneda de nuestro amargo pago y corremos así el peligro de perpetuar la inercia de un mal absurdo henchido de azufre, una suerte de arma arrojadiza de alcance tan incierto como peligroso.

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