domingo, septiembre 10, 2006

Un viejo amigo

Hay momentos en los que uno, sin saber muy bien por qué, echa de menos a alguien. El detonante es lo de menos: una melodía, un paisaje, una vieja película... El detalle más nimio basta para retrotraernos hasta el instante en que creimos ser felices, sumiéndonos en una suerte de trance del que nos cuesta salir, abonados como estamos algunos al dictado de un corazón que se engaña a diario, que persigue a cada latido viejos fantasmas que jamás han de volver.

A mi mejor amigo le encantaba alardear. Uno era incapaz de disociar su persona de todas las bravuconadas e impúdicas machadas con que era capaz de adornarse, que eran muchas. No sé bien por qué, recordarle es un ejercicio de prestidigitación con cuatro escenas recurrentes. En una de ellas me veo abandonando su casa con su imagen impresa en la retina; su menuda figura arrinconando a una hermosa mujer contra una ventana. Recortados sus cuerpos a una contraluz crepuscular que los confundía con el resto de las sombras emergentes. Ambos abandonados a un intercambio de susurros ininteligibles y furtivos. Él insistiendo. Ella negando con la cabeza, cada vez con menos insistencia y convicción. Allí los dejé. Apenas reparando en mi marcha; ella me miró con un leve esbozo de súplica y agotamiento prendido en sus ojos. Él de soslayo, expeditivo e inusualmente lejano.
Al día siguiente, como tantas otras veces, me presenté en su piso con algo para desayunar. Fue la misma chica quien me franqueo la entrada. Llevaba una camiseta vieja y deslavazada que dejaba al descubierto sus piernas. Unas bonitas piernas, lo recuerdo mejor que cualquier otra cosa. Me sorprendió verla allí, enarbolando una sonrisa que pretendía justificarlo todo, con los pies también desnudos. Me parecieron entonces dos cachorros inquietos buscando calor. Era sin duda la camarera más bonita de la pizzería donde trabajamos mi amigo y yo. La camarera más bonita de cualquier pizzería que hubiese frecuentado jamás, y el capullo de mi amigo, que distaba mucho, pero mucho, de ser un tipo agraciado, había conseguido pasar la noche con ella.
Desandó el camino dando saltitos como si el escaqueado del suelo estuviera al rojo. La seguí y, ya en el dormitorio, me encontré con una de esas escenas que siempre permanecen a buen recaudo en el rincón encefálico que todos los tios tenemos para archivar este tipo de cosas. El capullo (mi amigo) yacía sobre la cama con el torso desnudo, con cara de haber dormido poco y ganas de postergar indefinidamente todo sueño reparador. Atento a mi cara, que debía ser un poema, sonreía ora mirandome a mí, ora mirándo a la diosa de la pizzería que ahora flirteaba con el embozo de las sábanas mientras le dispensaba todo tipo de arrumacos y melindres.
Apenas recuerdo la conversación que se mantuvo entre aquellas cuatro paredes. Sólo conservo la imagen: yo de pie, sosteniendo la sonrisa triunfal del capullo. Una sonrisa que parecía erigirse por encima de todas las vicisitudes y las dudas y el desánimo que trataron de quebrantar inutilmente su voluntad de copulador impenitente. La sonrisa también de aquella chica (tan vacía como luego comprobé que era), tan relajada y complacida, ya todos sus miedos disipados...El capullo me miraba y sonreía casi conteniendo la carcajada. Una mirada impúdica e irreverente lanzada desde la cima del mundo, forzada por unos labios que parecían debatirse entre el desdén y el desprecio.
Él me necesitaba como testigo mudo de sus proezas de alcoba; la rúbrica de quien estuvo allí y vió, y puede apuntalar así, con su testimonio blanco nuclear, todas sus bravatas tabernarias. Yo, en cambio, le necesitaba a él porque todo asno necesita ser uncido a su yugo, y el mío era vivir aquella vida sin vivirla en primera persona. Tocar a través de sus manos. Ver a través de sus ojos. Sentarme cerveza en mano y escuchar ávido de experiencias que, bien lo sabía, jamás me atrevería a protagonizar. A él, al capullo, le encantaba hablar. Hablaba y hablaba hasta que no podía más. Y casi tanto como hablar le gustaba escucharse a sí mismo. No necesitaba grandes auditorios para lucirse y revelarse como el gran narrador de historias que era. La presencia de una sola persona bastaba para que aquel extraño ángel desplegara sus alas y mostrase toda la belleza que escondía en su interior. Esa era la llave. Alguien dispuesto a escuchar con el alma. Alguien como solía ser yo. Al principio me halagaba ser partícipe de sus confidencias y su peculiar visión del mundo. Me divertía pensar, como pensaba entonces que aquel tio me necesitaba. Ahora que lo pienso contar historias era lo único que mi amigo hacía bien, pero lo hacía como nadie.

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